Adam Smith, padre fundador de la economía[1]
“¿Para qué es todo el trabajo arduo y el ajetreo de este mundo? ¿Cuál es el fin de la avaricia y de la ambición, de la búsqueda de riqueza, de poder y de preeminencia?”. Esta frase la escribió el escocés Adam Smith (1723-1790), quien vislumbró para el mundo social de la economía lo que Isaac Newton reconoció para el mundo físico de los cielos. Smith dio respuesta a sus preguntas en La riqueza de las naciones (1776), donde explicó el orden natural que se autorregula, proceso por medio del cual el aceite del egoísmo lubrica la maquinaria económica en forma casi milagrosa. Smith creía que el trabajo arduo y el ajetreo mejoraban la suerte del hombre común y corriente. “El consumo es el único fin y propósito de toda la producción”.
Smith fue el primer apóstol del crecimiento económico. En los albores de la Revolución Industrial señaló los grandes progresos que había experimentado la productividad gracias a la especialización y a la división del trabajo. En un famoso ejemplo describió la especialización manufacturera de una fábrica de alfileres en la que “un obrero estira el alambre, otro lo endereza y otro lo va cortando, etc.”. Esta operación le permitía a 10 personas fabricar 48.000 alfileres al día, mientras que si “cada uno trabajara por separado, ninguno podría fabricar veinte, o tal vez, un solo alfiler al día“. Smith consideró el resultado de esta división del trabajo como “una opulencia universal que se extiende hasta las personas de las clases más bajas”. Imagine lo que pensaría si regresara hoy y viera todo lo que más de dos siglos de crecimiento económico has producido!.
Smith escribió cientos de páginas en las que clamaba contra los innumerables caso de insensatez e interferencia del Estado. Considere el caso del maestro tejedor de gremio del siglo XVII que intentaba tejer mejor. El gremio del pueblo decidió que “si un tejedor intentaba procesar un pieza según su propia inventiva, debía obtener permiso de los jueces del pueblo para utilizar la cantidad y la longitud de hilos que deseara después de que cuatro de los comerciantes más antiguos y cuatro de los tejedores más antiguos del gremio hayan considerado la cuestión”. Smith afirmaba que tales restricciones, fueran impuestas por el Estado o por los monopolios, sobre la producción o sobre el comercio exterior, limitan el funcionamiento adecuado del sistema de mercado y, en última instancia, perjudican tanto a trabajadores como a consumidores.
Nada de lo que dijo puede sugerir que Smith defendía lo establecido. Desconfiaba de todo poder arraigado, de los monopolios privados y de las monarquías públicas. Estaba a favor de la gente común. Pero, como muchos de los grandes economistas, había aprendido a partir de sus investigaciones que el camino al desperdicio está plagado de buenas intenciones.
Sobre todo, es la visión de Adam Smith de la reguladora “mano invisible” su contribución imperecedera a la economía moderna.
“¿Para qué es todo el trabajo arduo y el ajetreo de este mundo? ¿Cuál es el fin de la avaricia y de la ambición, de la búsqueda de riqueza, de poder y de preeminencia?”. Esta frase la escribió el escocés Adam Smith (1723-1790), quien vislumbró para el mundo social de la economía lo que Isaac Newton reconoció para el mundo físico de los cielos. Smith dio respuesta a sus preguntas en La riqueza de las naciones (1776), donde explicó el orden natural que se autorregula, proceso por medio del cual el aceite del egoísmo lubrica la maquinaria económica en forma casi milagrosa. Smith creía que el trabajo arduo y el ajetreo mejoraban la suerte del hombre común y corriente. “El consumo es el único fin y propósito de toda la producción”.
Smith fue el primer apóstol del crecimiento económico. En los albores de la Revolución Industrial señaló los grandes progresos que había experimentado la productividad gracias a la especialización y a la división del trabajo. En un famoso ejemplo describió la especialización manufacturera de una fábrica de alfileres en la que “un obrero estira el alambre, otro lo endereza y otro lo va cortando, etc.”. Esta operación le permitía a 10 personas fabricar 48.000 alfileres al día, mientras que si “cada uno trabajara por separado, ninguno podría fabricar veinte, o tal vez, un solo alfiler al día“. Smith consideró el resultado de esta división del trabajo como “una opulencia universal que se extiende hasta las personas de las clases más bajas”. Imagine lo que pensaría si regresara hoy y viera todo lo que más de dos siglos de crecimiento económico has producido!.
Smith escribió cientos de páginas en las que clamaba contra los innumerables caso de insensatez e interferencia del Estado. Considere el caso del maestro tejedor de gremio del siglo XVII que intentaba tejer mejor. El gremio del pueblo decidió que “si un tejedor intentaba procesar un pieza según su propia inventiva, debía obtener permiso de los jueces del pueblo para utilizar la cantidad y la longitud de hilos que deseara después de que cuatro de los comerciantes más antiguos y cuatro de los tejedores más antiguos del gremio hayan considerado la cuestión”. Smith afirmaba que tales restricciones, fueran impuestas por el Estado o por los monopolios, sobre la producción o sobre el comercio exterior, limitan el funcionamiento adecuado del sistema de mercado y, en última instancia, perjudican tanto a trabajadores como a consumidores.
Nada de lo que dijo puede sugerir que Smith defendía lo establecido. Desconfiaba de todo poder arraigado, de los monopolios privados y de las monarquías públicas. Estaba a favor de la gente común. Pero, como muchos de los grandes economistas, había aprendido a partir de sus investigaciones que el camino al desperdicio está plagado de buenas intenciones.
Sobre todo, es la visión de Adam Smith de la reguladora “mano invisible” su contribución imperecedera a la economía moderna.
[1] SAMUELSON, PAUL y NORDHAUS, WILLIAM. Economía. Decimoctava edición. Mc Graw Hill. Bogotá. 2005. Pág. 29.